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domingo, 12 de mayo de 2019

El río que nos lleva


Mayo estalla en Monfragüe. La luz de la tarde se rompe entre las espesas horquillas de las encinas. Los montes blanquean moteados de jaras y refulge en las laderas el amarillo de las retamas. En las cunetas se mece el cantueso y tiemblan las amapolas movidas por la brisa. El verde esmeralda se vierte sobre los campos como un mosaico. La primavera va resuelta, cumpliendo su ciclo. El Tajo, sereno y azul, se une en un hilo silencioso con un Tiétar que ha olvidado su bullicioso paso por las gargantas de la Vera. La tierra muestra la huella indeleble de antiguos cauces, cuando ambos descendían en un estruendo y su confluencia era un abrazo bicolor teñido de naranja. Hoy, lento y sumiso, se adentra en el gran río, y nadie se acordará del Tiétar cuando fundido en el Tajo, atraviese Portugal hasta llegar al Átlántico. 




Se alargan los días y se acortan las sombras, el final de la tarde evoca la eternidad del verano de las infancias mientras las aves surcan el cielo como mar sin horizonte. Absorta, no dejo de mirar su vuelo, su descenso hacia las rocas, en donde la pareja anida a los futuros polluelos. La naturaleza y su orden; solo desde la libertad, la pertenencia cobra sentido. Monfragüe es esa vida protegida porque nuestro desorden y nuestro caos la ha alterado hasta casi su extinción. El tiempo transita por una espalda infinita que se resiste a la brevedad del instante, a la claudicación. Huele a calma, y la calma se parece mucho a la eternidad, como eterno es ese vuelo circular del buitre que tan de lejos parece una raya curva en el aire. La vida, a veces, es una corriente de aire que dulcemente nos lleva y desvía el rumbo de nuestro destrozo. Sin embargo, nadie apuesta por el vuelo de los pájaros. No sabemos ser ave.

Somos seres melancólicos e inconsolables. El rastro de nuestra vida se borra como la estela del vuelo de las águilas. Cada día que pasa nos convierte en ese rastro invisible en la memoria de lo amado. Vivir es un sutil despojo, un paisaje de olvido, pero aquí está la primavera y su grito, para recordarnos el hacerse y deshacerse continuo que es la vida.

domingo, 5 de mayo de 2019

El árbol cicatriz


En la empinada subida hacia el castillo de Monfragüe, hay un árbol cuyas cicatrices dibujan un mapa a lo largo de su tronco. Lo supe descarnado, casi muerto, tiempo atrás. El tronco de los alcornoques, cuando se les despoja de su corteza, en época de descorche, se vuelve rojo, de un rojo vivo e intenso, como la piel despellejada. Luego se oscurece, como la herida cuando hace costra.
Todo árbol se parece a su dolor.

jueves, 7 de marzo de 2019

Lugares con encantamiento

Atravieso el parque natural de las Batuecas. Dejo atrás La Peña de Francia, con su frío invernal y su cielo encumbrado, hermosamente azul y derramado como velos de tul sobre un horizonte ondulado y limpio. Desde allí arriba, el río serpentea como un trazo de plata que refulge entre los montes. La fuerza del viento es un aviso para quien se atreve a asomarse a ese infinito, sobre las peñas afiladas que parecen surgir de la tierra como una proa apuntando hacia la eternidad. Esa verticalidad que canta Battiato, la linea verticale ci spinge verso lo spirito. El accidente geográfico se convierte en mirada, en un poso literario, en evocación, a pesar del ruido de los espacios masificados, porque ahí arriba llegamos todos, los que vociferan haciéndose un selfie en el peñasco más alto y rugiendo más que el propio viento, y esos otros que respiran el olor de la tierra, se mimetizan entre las rocas y contemplan en silencio el milagro de la naturaleza.

Castilla la Vieja, así rezaba este espacio geográfico en el que ahora me muevo, en aquel hule de la abuela que se extendía sempiterno en la mesa de la cocina, desgastado y lleno de pequeños cortes que laceraban toda la península Ibérica. Serpenteo lenta la ladera y desciendo hasta San Martín del Castañar, y luego hasta Miranda del Castañar. Castilla la Vieja. Castilla la fuerte; lo dicen sus pueblos de calles de piedras, solo aptas para pies firmes; los pórticos con escudos, engastados y desgastados, de las fachadas; lo dicen sus castillos desde los alterones, que ya no otean enemigos pero sí fatigan al turista; lo dicen sus mañanas húmedas y frías, que hacen hormiguear dolorosamente las manos a la intemperie; y lo dice la noche, que se abre en un infinito universo, despejada y llena de estrellas, en un alarde de que la historia aún le resulta leve a su existencia.



Va pesando la tarde, pero queda encontrarse con el meandro del Melero, uno de los espectáculos naturales más hermosos de Las Hurdes, conocida y olvidada por su miseria, hoy es un reclamo por belleza natural, por su legado histórico y sus pequeñas villas, que en sí mismas son un legado cultural. El río Alagón se ahonda insidioso entre las sierras y forma una especie de herradura casi cerrada. No hay nada más que decir, solo contemplar. Las sierras proyectan los últimos rayos de luz hacia el cielo y dejan el valle entre sombras. 



A veces, se hace demasiado tarde para regresar y se está demasiado lejos de cualquier parte, así que hay que encomendarse a la suerte, a los azares, buscar un lugar en la nada, o que la aparente nada se revele como una especie de oasis en el desierto. Así se reveló Hervás en ese instante de cansancio, cuando a la espalda ya le cuesta mantenerse erguida, los pies no saben qué pedal del coche pisan y los párpados pesan como mantas de polvo. No reparo en el lugar, llego hasta allí casi por inercia, solo soy consciente de un cuarto de baño espacioso y de una cama con un cómodo colchón. Mañana será otro día.

La hospedería del Valle de Ambroz es un lugar con encanto, eslogan de todas las hospederías y paradores del país, y que Houellebecq remarca, en su última novela 'Serotonina', como tales. Y el lugar con encanto se diferencia del hotel de cinco estrellas precisamente en eso, en su encanto, en su encantamiento. El encantamiento de este antiguo convento de trinitarios, casi totalmente destruido en el siglo pasado, reside en sus espacios recreados, reconvertidos, reconstruidos. La hipnótica sensación de vivir en otro tiempo, de entrever el pasado entre los renovados muros del presente: antiguo claustro convertido en diáfanas galerías, un patio acristalado y bañado por el agua... No hay parador u hospedería que no se sume a este encanto de transformación: fuentes, escaleras cuyas balaustradas guardan huellas digitales de siglos, techos decorados con pinturas, artesonados... La belleza arquitectónica del lugar consiste en ese logro: la pervivencia de lo que fue con lo que actualmente es, un lugar con encantamiento.




Concluye el viaje con un paseo por Hervás, pueblo de las dos culturas, en donde convivieron judíos y cristianos. Luego, los primeros fueron expulsados, remitámonos a la Historia. La paradoja actual: esas calles que ya no son de nadie, ni de judíos ni de cristianos. La despoblación y asentamientos más confortables dejan vacías las casas y esas calles angostas que suben y bajan y hacen temblar las pantorrillas. Aún hay paraísos en Extremadura, un ejemplo de resistencia, de piedra angular que se resiste a ser pulida y reconvertida en consumo de masas. Resiste salvaje y hermosa, atrayente y hostil, acogedora y esquiva... Y ahí es donde reside su encantamiento.


viernes, 24 de agosto de 2018

Travessa do sol


Traigo en mi cabeza un viaje bajo el sol, lleno de luz, deslumbrante entre las fachadas blancas, azules y amarillas. Aún siento, bajo la suela de mis zapatos, la solidez de la piedra. Murallas que ya no tienen nada que amurallar, por cuyas puertas se cuela el turista, el curioso, el despistado o el viajero. Traigo en mi cabeza un viaje de inesperados encuentros y anhelos de reencuentros, un viaje de paisajes y de miradas. El cansancio del turista, su desgana bajo el inclemente sol, sus pasos dirigiéndose a los ángulos de sombra entre paredes de piedra dilatada. El viaje sigue sucediéndose en la cabeza aun después de terminado, como cuando se acaba de leer un libro y toda la historia continúa por un tiempo, hasta desvanecerse y convertirse en poso.


El posviaje es un proceso mental más sugerente que el viaje. Sucede desde el momento en el que empiezo a poner kilómetros de distancia con lo que dejo atrás; me embarga cierto sentimiento melancólico, y en él me gusta permanecer. Reviajar mentalmente por esas imágenes, como montar una película de todo lo visto y vivido, y darle su interpretación: caras, gestos, palabras, atardeceres, calles, fuentes, ríos agotados... Todo ello se devana a kilómetros hora por esos ramales que me alejan  y me reconducen a mi realidad.



                              


Existe en nosotros una resistencia a morir. Esa resistencia a morir es el arte, la necesidad de expresión, la necesidad de crear. La música, la escritura, la pintura, la arquitectura... Todo es un viaje de la imaginación, un acto de resistencia  y de sublimación, de elevarnos, de sentirnos, de proyectarnos. Somos el quebranto de lo ineludible. El viaje es también una forma de resistencia, y el posviaje es su transfiguración; es la forma de interpretarlo y de volver a sentirlo una vez ha sucedido.

domingo, 29 de julio de 2018

Un corto viaje

Hay viajes que requieren muchos preparativos: maletas, rigidez de horarios, reservas de alojamiento... Cada vez me atrae más el pequeño viaje, ese que no precisa de más equipaje que una maleta del tamaño de un cajón. No más de dos o tres días.

"Viajar en coche es de pobres", me dijo en una ocasión un amigo cuando me preguntó que en qué había llegado a su ciudad, y yo contesté, orgullosa y contenta de mis aciertos en ruta, que en mi coche. La libertad que me ofrece mi propio coche para viajar no la cambio por el avión y su primera clase (en una ocasión, desde Bogotá a Caracas, viajé en primera clase, por error, pero experimenté qué es eso de viajar en primera clase). Nada que ver con la primara clase de mi asiento frente al volante y que es algo así como el cuarto propio de Woolf: imprescindible e irrenunciable. Tener la oportunidad de poder detenerme en mitad del camino y reanudar la marcha a mi antojo tantas veces quiera, de ir en silencio o con música, de llevar temperatura climatizada o de bajar las ventanillas y que entre el olor límpido de la mañana, en donde los efluvios son puros y reconocibles: olor a agua dulce, olor a la cercanía del mar, olor a monte, olor a uvas maduras... O la brisa del caer de la tarde, en donde la densidad del día y de las horas se mezcla en un aroma intenso y espeso; esa hora en la que la luz mengua como una lamparilla a medio gas, en la que todo empieza a ser espectro e invita a buscar un lugar para descansar. Sí, el coche propio proporciona esa libertad y esos instantes oportunos, un sibaritismo metafísico que nada tiene que ver con los placeres caros como comer ostras en el restaurante más famoso de la ciudad, ni desayunos con champán en tu propia suite, ni el café más caro del mundo en San Marcos de Venecia con un violinista detrás. El sibaritismo de mi viaje consiste en otra cosa: llegar a rincones para esperar una puesta de sol; cambiar deliberadamente la ruta, pudiendo girar aquí o allá movida tan solo por el atractivo nombre de un lugar, casi siempre anónimo, en donde no hay museos, ni palacios, ni conjunto monumental; detenerse, en donde, a veces, no hay ni gente, solo tiempo detenido, y pueblos hundidos bajo metros de profundidad acuática, y lluvia amarilla vertiendo renglones de tierra roja sobre viejas paredes de cal, y la primavera enredada entre los muros de piedra, en un abrazo eterno y mortal.

Es la dimensión atemporal del viaje. No saber muy bien si el tiempo se dilata o se detiene, porque carece de importancia la puntualidad, incluso la necesidad de alimentarse. Cuando lo que sale a nuestro encuentro en el camino nos hace olvidar la necesidad de comer, es que estamos ante un espectáculo sublime: en un instante de luz impagable, el curso de un río, el vuelo de un ave... Ese momento en el que el viaje ha merecido la pena. Cuando nos hallamos en ese instante, suele suceder algo que nos hace decir eso: solo por este momento, ha merecido llegar hasta aquí.

Se dice que no hay rincón de nuestra geografía que no haya adjetivado Josep Pla. Qué excesivos somos para todo, hasta para darlo todo por adjetivado y descubierto, cuando lo cierto es que nada es igual a los ojos de alguien, ni la percepción del paisaje, ni del espíritu de la gente... Todo es susceptible de volver a adjetivar, de volver a ver, de detenerse, porque la mirada no es única ni inmutable, como no lo somos nosotros ni nuestras circunstancias. 

Vuelvo sobre el rastro de otros viajes, sobre el mismo camino que una vez anduve, y todo cobra otra luz, otra dimensión, otra mirada; la de ese ángulo que intenta encontrar la luz perfecta para el reflejo perfecto y que requiere su tiempo y su espera. Nómadas que buscan los ángulos de la tranquilidad, canta Battiato. Hay algo que me invita a detenerme y prenderme en el paisaje; al río, a la roca, a las siembras, a las ruinas, a la gente...  Será que ya no voy a ninguna parte, y eso, tal vez, es lo que hace tan especial ese corto viaje y esos lugares a los que llego o me acogen sin saber de dónde procedo ni cuánto tiempo me voy a quedar.



domingo, 6 de agosto de 2017

La sed de los girasoles

Dice Elizabeth Smart, en su libro 'En Grand Central Station me senté y lloré', que no se puede rehuir al amor, al igual que la tierra no puede rehuir la lluvia.

La tierra se muere de sed. Su flama es un anhelo de lluvia. Se aprieta sobre sí misma y se aterrona en el vano intento de conservar la última gota de humedad, de vida. Nadie la destripa para hacerle llegar el agua de un pozo o de una alberca. Se agrieta, vencida. Un pequeño tramo del camino presentaba las secuelas de un incendio a pie de carretera. Sofocado a tiempo, los pequeños árboles eran la estampa de la desolación: ennegrecido su tronco, churrascada la mitad de su copa, y el terreno en donde anidan sus raíces convertido en una alfombra negra. El paisaje herido me hizo pensar en dos conceptos: la pertenencia y la posesión. El sentido de la pertenencia nos lleva al cuidado, incluso a defender de quien quiere agredir aquello a lo que pertenecemos, porque es ahí en donde estamos acogidos y se hace la vida, la nuestra y la de aquellos a los que queremos. La posesión es dañina, es un acto de agresión, de  coacción y sometimiento, es incluso capaz de destruir y matar para que no lo disfrute otro. La pertenencia implica desprendimiento; la posesión, apoderarse. Nuestro sentido de pertenencia evitaría alguno de esos daños colectivos, la catástrofe de esas inmensas calvas negras en las laderas de los montes, como un asfixiado pulmón.




Campos de girasoles cabizbajos, sin color, descompuestos y abrumados por la quemazón de la luz. Ellos también tienen sed, de esa que les devuelva su color amarillo, la frondosidad de sus hojas y de su tallo verde, su giro hacia el sol como un saludo y no como un abatimiento. Hay sequías que duran demasiado.

Mérida, querencia ineludible hacia esos escenarios de un tiempo deshabitado, me recibía con el aliento fresco de la primera hora de la mañana. El sol maquinaba ya su plan: dilatar los pies; y las venas; y las palabras en la fugaz hora de la sobremesa; y el azul del cielo, en donde no cupiese ni una nube que interceptara la perpendicularidad de sus rayos desde lo alto del cielo. Así, a medida que iban entrando las horas se iban dilatando las ruinas, y la piedra, que deseosa de volver a su ser frío, imperturbable y contraído, al caer de la tarde empezaría a desprenderse de su calor para hacer el aire más irrespirable. Pero la noche, entre las ruinas romanas de su teatro, dio una tregua al calor y a la sed, a pesar de que la pareja que tenía delante no lograba calmarla ni con gin tonic, ni con besos, ni de nuevo un gin tonic, ni con otra partida de besos. Su sed insaciable se acompañaba de aplausos y risas, como dos interactivos espectadores que disfrutaban del espectáculo, de la noche, de la tregua al calor que incluso refrescaba los hombros como en esas últimas noches que anuncian septiembre. Más que sed de agua, parecían saciar su sed de vida. Se me antojaron dos girasoles alegres y frondosos, vueltos a su propia luz, colmados con su propia agua.



martes, 11 de julio de 2017

La prisa de los árboles

Hay un poema de Félix Francisco Casanova que dice: 

¡Qué alivio! 
Eres un árbol
y no puedes seguirme.

Cuando me topé con él, en ese hallazgo en la memoria olvidada de la poesía, sonreí y me sobrevino un recuerdo de infancia: un viaje en moto, abrazada con un nudo de manos a mi tío que previamente me había advertido que me agarrase fuerte a él para no caerme. Luego, chistoso, le decía a mi madre: "Ha entendido bien lo de agarrarse fuerte, porque si llega a durar un kilómetro más el recorrido, me deja sin respiración". En realidad no era un viaje, era el trayecto que iba desde una casa en el campo hasta el pueblo. En ese trayecto, en el que mi mejilla se pegaba fuertemente a la espalda de mi tío, veía correr a los árboles como locos en dirección contraria a la nuestra, como una huida. La velocidad de la moto era constante, pero la de los árboles... esa dejaba una estela verde oscura en el aire, como una cabellera al viento, y se rozaban los unos con los otros, aunque guardaban su distancia, sin llegar a atropellarse. Creo que es esa la primera consciencia que tengo del movimiento del mundo, de que nada permanece inalterable. Todo se mueve a pesar de nuestra quietud, todo tiembla o palpita silente bajo nuestros pies, en el agua, en el aire.

Y sería aquello, tal vez, premonitorio de todos estos viajes que son parte de mi vida, que me traen y me llevan a diario al mismo lugar, en un recorrido plagado de árboles en movimiento.
Ahora sé (bueno, lo sé desde hace mucho tiempo) que no eran los árboles quienes llevaban prisa, pero mis no-viajes (ese recorrido kilométrico a través del mismo paisaje durante largos años) son la constatación de que nada permanece quieto, ni tan siquiera la eternidad de las encinas. Los árboles que ahora veo no huyen en dirección contraria a la mía, ni me persiguen, para alivio del poeta, me esperan siempre en la misma llanura, en el mismo recodo de carretera, en la misma dehesa, y, asidos a la tierra, se mueven con lentitud. Soy un elemento que va y viene inmersa en su tiempo. A veces vamos sincronizados: su despojo otoñal es mi despojo, su agónica sequía es mi sed y mis ganas de vida, el despunte de un brote en una rama herida es mi esperanza. Otras veces, su prisa no es la mía; qué pronto se quedan sin color los madroños, qué deprisa florecen los almendros, qué rápido se despojan de la flor los cerezos. La luz y la primavera se hace en ellos sin esfuerzo cuando a mí me cuesta tanto salir de este invierno.

Amanecer de invierno en la dehesa


El paisaje repetitivo, como un delirio de imágenes en apariencia idénticas, es una fotografía del tiempo, como dice Paul Auster en 'El cuento de Auggie Wren'. "Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio". He aprendido a ir despacio, a pesar de las multas que atesoro por exceso de velocidad, porque esos árboles recitan el verso de Shakespeare: Mañana y mañana y mañana el  tiempo avanza cauteloso. Su tiempo avanza, y mi tiempo con el suyo también, pero hay que evitar la prisa, porque nunca entenderemos si no vamos más despacio, como el movimiento inadvertido de los árboles.

domingo, 2 de julio de 2017

El creador

Extremadura se abre bajo una inmensa cúpula de nubes blancas, como barcos atracados en un etéreo mar azul. La luz de la tarde se fuga y centellea entre las ásperas ramas de las encinas. Se alarga la sombra en la eternidad del llano, rudo e impasible. Atrás Yuste y su monasterio. Atrás, también, la memoria honrada a los muertos, en el Cementerio Alemán. El viaje tiene algo de reconciliación con el mundo. Tiene mucho de reconciliación con nosotros mismos.
Son pocos los vehículos, a esta hora que, siendo junio, empieza a ser intempestiva en las angostas carreteras que si en la mañana abrían horizontes, ahora parecen ramales que no conducen a ninguna parte. Temo que caiga la noche y no halle un lugar donde se relajen la espalda y las piernas, cansadas de los pedales del coche y de patear sin prisa y sin rumbo por los azares del destino. Un cartel como esperanza: Pasarón de la Vera, conjunto monumental y artístico (algo así reza). Faltan veinte minutos para las once de la noche. Las calles son estrechos hilos iluminadas por escasos puntos de luz amarillenta. Desde un alterón, el pueblo se me antoja un sfumato tenebrista. Me adentro con el coche, y de nuevo un cartel esperanzador que anuncia un hotel rural. Toco la puerta con la certeza de que no estará completo, me lo dice el frío de la noche, la oscuridad y el silencio roto por el gemir del viento al doblar las esquinas. Me recibe un rostro amable, se presenta y me confirma que hay un cuarto disponible. Me informa del horario del desayuno, que va incluido en el alojamiento. No ha lugar a más explicaciones, ni mías ni suyas, es tarde en esta parte del mundo.

Me detengo en los detalles de los pasillos y la escalera. La cara amable de anoche me da los buenos días mientras pide por favor que esperen, a una pareja con la que parecía saldar la cuenta de su estancia. Con sus manos señala la dirección hacia el salón donde espera el desayuno. Ahora es a mí a quien pide por favor que espere. El techo, una bóveda de crucería con pinturas que el tiempo ha borrado casi por completo. Es una de esas casas antiquísimas, rehabilitadas para ese boom de turismo de interior. Es un negocio familiar, me explica. En invierno, cierran. El verano acaba de empezar. Somos sus primeros y escasos clientes. En julio y agosto el negocio funciona mejor. Me acuerdo de las hormigas... ¿Será suficiente el verano para tan largo invierno?

Pasarón tiene su leyenda. Sus amantes de Teruel, su Romeo y su Julieta con su particular trágico romántico final. En las torres del palacio de los Manrique de Lara, en las noches de luna llena, vaga el fantasma de Magdalena, condenada a las mazmorras por su propio padre (comunero y enemigo del Rey) para impedir su amor con el hijo bastardo de Carlos V, Jeromín (Juan de Austria). El palacio, cerrado a cal y canto, sostiene sobre sus muros un nido de cigüeñas. En su puerta, un escudo heráldico. De todo lo que guarda, solo perdura la triste leyenda que corre de boca en boca.

Recorro calles como el agua por los meandros, vivaz pero sin prisa. El despuntar del día en los pueblos deshabitados es sentirse en el cuerpo de Lázaro; hago mío el imperativo ¡levántate y anda!

El edificio pez


Me topo con el edificio. Una anilla, una cuerdecita, una campanilla que avisa. Un señor que se asoma desde el balcón y anuncia que "ya baja". De nuevo una casa antiquísima, con techos de madera, un artesonado robusto y sencillo. Tres plantas llenas de arte, su arte, el de Ricardo Pecharromán, que dice de sí mismo tantas cosas aprehendidas y aprendidas; aprendidas, de todos los enseres mobiliarios que adornan las salas; aprehendidas, para dar sustento a toda su obra pictórica, colorida, en todo caso sorprendente por donde está, aquí, en este rincón perdido del mundo (dice que la presión mediática, allá por principios de los años noventa, le trajo hasta aquí. Yo me lo creo). Me creo toda la realfábula que Ricardo Pecharromán me cuenta, en donde no deja ninguna fisura que ponga en duda todo cuanto argumenta y acredita incluso con fotocopias del BOE, que adjunta al libro/catálogo que le compro para mirar (conocer) después. En cualquier caso, todo ese delirio maravilloso del artista, del creador, me fascina y compensa el viaje, la visita. Admiro al ser humano cuando rompe con lo establecido y apuesta por lo que le da de vivir, aunque sea el delirio de asemejarse a Tapies, con su propio museo en vida. Admiro a quien apuesta y arriesga la seguridad por una incertidumbre que  le hace sentirse vivo. Admiro a quienes, por muy ridículo y absurdo que le parezca al resto del mundo, persisten en su idea, en su sueño, hasta hacerlo una realidad viva. 


El río que nos lleva

Mayo estalla en Monfragüe. La luz de la tarde se rompe entre las espesas horquillas de las encinas. Los montes blanquean moteados de jaras...