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domingo, 6 de agosto de 2017

La sed de los girasoles

Dice Elizabeth Smart, en su libro 'En Grand Central Station me senté y lloré', que no se puede rehuir al amor, al igual que la tierra no puede rehuir la lluvia.

La tierra se muere de sed. Su flama es un anhelo de lluvia. Se aprieta sobre sí misma y se aterrona en el vano intento de conservar la última gota de humedad, de vida. Nadie la destripa para hacerle llegar el agua de un pozo o de una alberca. Se agrieta, vencida. Un pequeño tramo del camino presentaba las secuelas de un incendio a pie de carretera. Sofocado a tiempo, los pequeños árboles eran la estampa de la desolación: ennegrecido su tronco, churrascada la mitad de su copa, y el terreno en donde anidan sus raíces convertido en una alfombra negra. El paisaje herido me hizo pensar en dos conceptos: la pertenencia y la posesión. El sentido de la pertenencia nos lleva al cuidado, incluso a defender de quien quiere agredir aquello a lo que pertenecemos, porque es ahí en donde estamos acogidos y se hace la vida, la nuestra y la de aquellos a los que queremos. La posesión es dañina, es un acto de agresión, de  coacción y sometimiento, es incluso capaz de destruir y matar para que no lo disfrute otro. La pertenencia implica desprendimiento; la posesión, apoderarse. Nuestro sentido de pertenencia evitaría alguno de esos daños colectivos, la catástrofe de esas inmensas calvas negras en las laderas de los montes, como un asfixiado pulmón.




Campos de girasoles cabizbajos, sin color, descompuestos y abrumados por la quemazón de la luz. Ellos también tienen sed, de esa que les devuelva su color amarillo, la frondosidad de sus hojas y de su tallo verde, su giro hacia el sol como un saludo y no como un abatimiento. Hay sequías que duran demasiado.

Mérida, querencia ineludible hacia esos escenarios de un tiempo deshabitado, me recibía con el aliento fresco de la primera hora de la mañana. El sol maquinaba ya su plan: dilatar los pies; y las venas; y las palabras en la fugaz hora de la sobremesa; y el azul del cielo, en donde no cupiese ni una nube que interceptara la perpendicularidad de sus rayos desde lo alto del cielo. Así, a medida que iban entrando las horas se iban dilatando las ruinas, y la piedra, que deseosa de volver a su ser frío, imperturbable y contraído, al caer de la tarde empezaría a desprenderse de su calor para hacer el aire más irrespirable. Pero la noche, entre las ruinas romanas de su teatro, dio una tregua al calor y a la sed, a pesar de que la pareja que tenía delante no lograba calmarla ni con gin tonic, ni con besos, ni de nuevo un gin tonic, ni con otra partida de besos. Su sed insaciable se acompañaba de aplausos y risas, como dos interactivos espectadores que disfrutaban del espectáculo, de la noche, de la tregua al calor que incluso refrescaba los hombros como en esas últimas noches que anuncian septiembre. Más que sed de agua, parecían saciar su sed de vida. Se me antojaron dos girasoles alegres y frondosos, vueltos a su propia luz, colmados con su propia agua.



El río que nos lleva

Mayo estalla en Monfragüe. La luz de la tarde se rompe entre las espesas horquillas de las encinas. Los montes blanquean moteados de jaras...