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domingo, 2 de julio de 2017

El creador

Extremadura se abre bajo una inmensa cúpula de nubes blancas, como barcos atracados en un etéreo mar azul. La luz de la tarde se fuga y centellea entre las ásperas ramas de las encinas. Se alarga la sombra en la eternidad del llano, rudo e impasible. Atrás Yuste y su monasterio. Atrás, también, la memoria honrada a los muertos, en el Cementerio Alemán. El viaje tiene algo de reconciliación con el mundo. Tiene mucho de reconciliación con nosotros mismos.
Son pocos los vehículos, a esta hora que, siendo junio, empieza a ser intempestiva en las angostas carreteras que si en la mañana abrían horizontes, ahora parecen ramales que no conducen a ninguna parte. Temo que caiga la noche y no halle un lugar donde se relajen la espalda y las piernas, cansadas de los pedales del coche y de patear sin prisa y sin rumbo por los azares del destino. Un cartel como esperanza: Pasarón de la Vera, conjunto monumental y artístico (algo así reza). Faltan veinte minutos para las once de la noche. Las calles son estrechos hilos iluminadas por escasos puntos de luz amarillenta. Desde un alterón, el pueblo se me antoja un sfumato tenebrista. Me adentro con el coche, y de nuevo un cartel esperanzador que anuncia un hotel rural. Toco la puerta con la certeza de que no estará completo, me lo dice el frío de la noche, la oscuridad y el silencio roto por el gemir del viento al doblar las esquinas. Me recibe un rostro amable, se presenta y me confirma que hay un cuarto disponible. Me informa del horario del desayuno, que va incluido en el alojamiento. No ha lugar a más explicaciones, ni mías ni suyas, es tarde en esta parte del mundo.

Me detengo en los detalles de los pasillos y la escalera. La cara amable de anoche me da los buenos días mientras pide por favor que esperen, a una pareja con la que parecía saldar la cuenta de su estancia. Con sus manos señala la dirección hacia el salón donde espera el desayuno. Ahora es a mí a quien pide por favor que espere. El techo, una bóveda de crucería con pinturas que el tiempo ha borrado casi por completo. Es una de esas casas antiquísimas, rehabilitadas para ese boom de turismo de interior. Es un negocio familiar, me explica. En invierno, cierran. El verano acaba de empezar. Somos sus primeros y escasos clientes. En julio y agosto el negocio funciona mejor. Me acuerdo de las hormigas... ¿Será suficiente el verano para tan largo invierno?

Pasarón tiene su leyenda. Sus amantes de Teruel, su Romeo y su Julieta con su particular trágico romántico final. En las torres del palacio de los Manrique de Lara, en las noches de luna llena, vaga el fantasma de Magdalena, condenada a las mazmorras por su propio padre (comunero y enemigo del Rey) para impedir su amor con el hijo bastardo de Carlos V, Jeromín (Juan de Austria). El palacio, cerrado a cal y canto, sostiene sobre sus muros un nido de cigüeñas. En su puerta, un escudo heráldico. De todo lo que guarda, solo perdura la triste leyenda que corre de boca en boca.

Recorro calles como el agua por los meandros, vivaz pero sin prisa. El despuntar del día en los pueblos deshabitados es sentirse en el cuerpo de Lázaro; hago mío el imperativo ¡levántate y anda!

El edificio pez


Me topo con el edificio. Una anilla, una cuerdecita, una campanilla que avisa. Un señor que se asoma desde el balcón y anuncia que "ya baja". De nuevo una casa antiquísima, con techos de madera, un artesonado robusto y sencillo. Tres plantas llenas de arte, su arte, el de Ricardo Pecharromán, que dice de sí mismo tantas cosas aprehendidas y aprendidas; aprendidas, de todos los enseres mobiliarios que adornan las salas; aprehendidas, para dar sustento a toda su obra pictórica, colorida, en todo caso sorprendente por donde está, aquí, en este rincón perdido del mundo (dice que la presión mediática, allá por principios de los años noventa, le trajo hasta aquí. Yo me lo creo). Me creo toda la realfábula que Ricardo Pecharromán me cuenta, en donde no deja ninguna fisura que ponga en duda todo cuanto argumenta y acredita incluso con fotocopias del BOE, que adjunta al libro/catálogo que le compro para mirar (conocer) después. En cualquier caso, todo ese delirio maravilloso del artista, del creador, me fascina y compensa el viaje, la visita. Admiro al ser humano cuando rompe con lo establecido y apuesta por lo que le da de vivir, aunque sea el delirio de asemejarse a Tapies, con su propio museo en vida. Admiro a quien apuesta y arriesga la seguridad por una incertidumbre que  le hace sentirse vivo. Admiro a quienes, por muy ridículo y absurdo que le parezca al resto del mundo, persisten en su idea, en su sueño, hasta hacerlo una realidad viva. 


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