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martes, 11 de julio de 2017

La prisa de los árboles

Hay un poema de Félix Francisco Casanova que dice: 

¡Qué alivio! 
Eres un árbol
y no puedes seguirme.

Cuando me topé con él, en ese hallazgo en la memoria olvidada de la poesía, sonreí y me sobrevino un recuerdo de infancia: un viaje en moto, abrazada con un nudo de manos a mi tío que previamente me había advertido que me agarrase fuerte a él para no caerme. Luego, chistoso, le decía a mi madre: "Ha entendido bien lo de agarrarse fuerte, porque si llega a durar un kilómetro más el recorrido, me deja sin respiración". En realidad no era un viaje, era el trayecto que iba desde una casa en el campo hasta el pueblo. En ese trayecto, en el que mi mejilla se pegaba fuertemente a la espalda de mi tío, veía correr a los árboles como locos en dirección contraria a la nuestra, como una huida. La velocidad de la moto era constante, pero la de los árboles... esa dejaba una estela verde oscura en el aire, como una cabellera al viento, y se rozaban los unos con los otros, aunque guardaban su distancia, sin llegar a atropellarse. Creo que es esa la primera consciencia que tengo del movimiento del mundo, de que nada permanece inalterable. Todo se mueve a pesar de nuestra quietud, todo tiembla o palpita silente bajo nuestros pies, en el agua, en el aire.

Y sería aquello, tal vez, premonitorio de todos estos viajes que son parte de mi vida, que me traen y me llevan a diario al mismo lugar, en un recorrido plagado de árboles en movimiento.
Ahora sé (bueno, lo sé desde hace mucho tiempo) que no eran los árboles quienes llevaban prisa, pero mis no-viajes (ese recorrido kilométrico a través del mismo paisaje durante largos años) son la constatación de que nada permanece quieto, ni tan siquiera la eternidad de las encinas. Los árboles que ahora veo no huyen en dirección contraria a la mía, ni me persiguen, para alivio del poeta, me esperan siempre en la misma llanura, en el mismo recodo de carretera, en la misma dehesa, y, asidos a la tierra, se mueven con lentitud. Soy un elemento que va y viene inmersa en su tiempo. A veces vamos sincronizados: su despojo otoñal es mi despojo, su agónica sequía es mi sed y mis ganas de vida, el despunte de un brote en una rama herida es mi esperanza. Otras veces, su prisa no es la mía; qué pronto se quedan sin color los madroños, qué deprisa florecen los almendros, qué rápido se despojan de la flor los cerezos. La luz y la primavera se hace en ellos sin esfuerzo cuando a mí me cuesta tanto salir de este invierno.

Amanecer de invierno en la dehesa


El paisaje repetitivo, como un delirio de imágenes en apariencia idénticas, es una fotografía del tiempo, como dice Paul Auster en 'El cuento de Auggie Wren'. "Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio". He aprendido a ir despacio, a pesar de las multas que atesoro por exceso de velocidad, porque esos árboles recitan el verso de Shakespeare: Mañana y mañana y mañana el  tiempo avanza cauteloso. Su tiempo avanza, y mi tiempo con el suyo también, pero hay que evitar la prisa, porque nunca entenderemos si no vamos más despacio, como el movimiento inadvertido de los árboles.

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